Mente elocuente de un crimen absurdo
No me
hubiera imaginado que el despropósito que me inculparía como única asesina
saldría de mí boca; no justo en el instante en el que Manuel, mi amado Manuel,
se aproximaba por detrás para darme un abrazo, el último que recibiría sin
resentimiento. Nunca lo pensé así. Yo lo amaba.
Había
pasado una semana desde el incidente, tiempo en el que yo fui su vía de
desahogo, su apoyo constante, su pañuelo impermeable, que nunca fallaba cuando
necesitara llorar.
Él, como
todo niño de la alta sociedad, tenía una nana (también una mamá, pero esta
sentía la necesidad de que su hijo fuese vigilado día y noche y por Dios cómo iba a cambiar ese pañal sin dañarse las uñas). Era una señora
de mirada cálida que encantaba por ser sus ojos de un azul indefinido, tener arrugas
que se le habían acentuado con el pasar de los años y manos envejecidas y callosas, que estaban llenas de anécdotas. Siempre
para acompañar su presencia, un atuendo conformado por una pequeña chaqueta roja tejida; el mismo viejo vestido floreado de toda su adultez y esos
pequeños mocasines negros. Inspiraba seguridad y familiaridad. Eran estos,
elementos que a pesar del tiempo aún mostraban rastros de que en su juventud fue
toda una beldad. ¿Quién tendría deseos de lastimar a una mujer así? Alguien sin
intenciones previas quizás, al menos yo contra ella no tenía resentimiento alguno.
Al
conocerla el preludio de la conversación fue ameno, algunos chistes de Manuel,
recuerdos en pañales de él y sus hermanos, recomendaciones para la relación y
los gestos de aceptación. Junto a mí la hermana de Manuel, eterna celosa,
agarraba fuerte la mano de la nana, como para mostrar pertenencia, y me hacía
mohines que probaban la ojeriza indeleble que sentía hacia mí.
A veces
pienso que Manuel me tuvo que entender, puesto que era su hermana la que me
amenazaba y yo no me podía quedar cruzada de brazos mientras que ella ingeniaba
sus infinitas artimañas para que me separara de él. Por eso lo planeé, era el
procedimiento perfecto y a demás, solo la haría sufrir por un rato.
Me sentí
como toda una estratega. Tuve que sincronizar su llegada al evento familiar,
cada paso que diera para que fuese en la dirección correcta, tenía que guiarla
hasta mi objetivo. Le ofrecería su bebida favorita: Un cuba libre; pero con un
pequeño toque especial dado por una sustancia no perteneciente al producto,
claro está. según lo que me dijo el farmacéutico, esta solo haría que se le obstruyese momentáneamente la tráquea; pero
que en unos instantes le regresara a la normalidad.
Me asomé para
atisbar sus movimientos, vi que ya se encontraba en el lugar de la broma, pero
repentinamente, sin si quiera darme tiempo para actuar, la hermana de Manuel
salió fulminada de la cocina empujándome para que le abriera el paso hacia la
sala. Me volví a asomar e ingresé para recoger la bebida que permanecía
intacta. Sumida en desconcierto y preguntándome qué había ido mal, no me di cuenta que la nana de Manuel me seguía hacia la cocina en busca de algo
que saciara su sed.
Recuerdo que todo
sucedió muy rápido: Sus manos llenas de experiencia cogieron el vaso, un trago
largo llenó su boca del líquido que terminaría con su vida frente a mis ojos. Un
instante después ya me miraba pidiéndome ayuda, hasta que rendida cayó al piso. Por
efecto de mi gran caletre, pero llena de temor di un paso hacia atrás, borré
toda evidencia que me delatase y salí despavorida en dirección contraria al
lugar de los hechos.
Había
muerto en la cocina y agonizado ante mí. Sin embargo puedo (y quiero) decir que
no tuve toda la culpa, porque estando consciente le advertí a la mujer que no
ingiriera la bebida; Manuel tuvo que haber contrastado mi comportamiento
completamente abnegado de la última semana con lo sucedido, yo estuve ahí, y en
lo que a mí concierne todo fue accidental.
El día que
lo descubrió admití y acepté que fue un error de mi parte el no haber tenido un
plan de contingencia que asegurara mi cometido, pero también le prometí que no
se repetiría.
Desde ese
día Manuel cambió, estaba ofuscado, hablaba sin sentido alguno, sollozaba
desesperado; mirándome me penetraba con ese sentimiento de culpa que en toda la
semana no se había aparecido por mi mente; ya no podíamos ser felices y me di
cuenta en el instante en el que por las noches solo lloraba y me gritaba antes
de ir a dormir. Se intensificaron las peleas constantes por su parte,
acompañadas con esos ojos llenos de furia; una que nunca conocí, ahora vivía en
él. Yo lo amaba. Pero en medio de tanta confusión y tristeza a la que me
enfrentó, un domingo en la mañana él se encontró con mi plancha de cabello en
la tina. Murió electrocutado, mientras le preparaba el desayuno.
Mi amado
Manuel, ayer fue tu penoso entierro, al que me presenté por mostrar urbanidad a
tu familia, inclusive a tu hermana, a la que ahora frecuento casi todas las
tardes; y a la que le expliqué contrariada tu accidental muerte, que al igual que la de tu
querida nana, nadie vio venir.
2 comentarios: