Blind date
Es curioso, que existan lugares en los que no nos importe la proxémica, lugares, situaciones, momentos, 5 minutos, 30 segundos en los que esta distancia que nos aleja del otro deja de ser importante, se desvanece, nos acompaña. Es increíble, extraordinario, divertido, risible, cómo en ciertas situaciones, nuestra mente pareciera divagar tanto que no nos damos cuenta de que una de nuestras manos está a 5 cm de coger la mano de otro o que nuestros cuellos están a un empujón de recibir un beso inesperado. Y así vivimos, intimando con pequeños roces de nuestras rodillas en los asientos del bus, coqueteando con las caderas en los bancos de los parques, tomando descansos en la espalda de alguien en el metro, combatiendo la soledad al tocar los dedos de otro en el pasamanos del cole, museo, comedor, trabajo (inserte aquí su incidencia).
Pero el encantamiento se va, se rompe la burbuja, tomamos conciencia y retorna la paranoia, el desespero, la humanidad. Y con un espasmo que retuerce regresamos a nuestro sitio, raudos, esperando que pase el mal rato, la incomodidad; se dispara la hipersensibilidad, nos llega nítido el olor al perfume que nuestro acompañante utiliza en exceso, atisbamos la uña, un poco más grande que las otras, que pasea sin vergüenza. Nos alcanza el aliento de cuatro tazas de café y tres cigarrillos, hacemos zoom de la lagaña que se alberga en su lagrimal derecho, y la ceja mal depilada, el bigote creciente, el lunar raro de la herencia, el calce de la muela de juicio que no se alcanzó a operar de emergencia… no se nos escapa una.
Cuando llega la huida, zafamos victoriosos, un respiro largo y a seguir por el camino seguro.
Eso sí, a la vuelta de la esquina nos espera el próximo ensimismamiento, en el que los cuerpos inconscientes y traviesos se volverán a encontrar.
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