Tratas de meterlo todo en las maletas con parsimonia, tranquilidad, calma y por un momento crees que lo tienes bajo control. Has hecho...

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16:32 Aynoa Morán 0 Comments



Tratas de meterlo todo en las maletas con parsimonia, tranquilidad, calma y por un momento crees que lo tienes bajo control. Has hecho ya la lista mental, asegurándote de que no falte nada. Ya apilaste las cosas por segmentos e incluso hiciste el cálculo de, más o menos, cuánto se te va a pasar cada maleta de  peso; respiras tranquila y por unos instantes te sientes feliz. Pero luego, poco a poco, te vienen a la cabeza todas las cosas que te has olvidado de guardar y así, entre ese zapato brillante y el par de calcetines gruesos, que tal vez nunca vuelvas a usar, intentas meter más y más artilugios que te acompañaron en esta etapa de la vida. 

Aunque no te da más el espacio, con una necedad infantil tonta que te invade repentinamente, te niegas a botar la factura de tu primera salida oficial en lo que fue tu nuevo hogar temporal, y la del que se convirtió en tu spot favorito para cafetear. Y ni hablar de las fotos acumuladas de cada uno de lo eventos que creíste que era relevante documentar, y esa tarjeta del metro, a la que todavía le quedan viajes, solo por si acaso no tardas en regresar. 

En el camino te topas también con los tickets de cada recorrido que realizaste en tren, incluso esos que usaste para no ir tan lejos y los vasos de los festivales, las pulseras y cada pequeño merchandising que decidiste que era imprescindible comprar. Ves la pila de mapas que fuiste recolectando en cada ciudad que visitaste y de la que te enamoraste. Así se van acumulando los recuerdos y en cuestión de segundos ya has llenado otra maleta y ya no sabes dónde meter más de esos objetos y momentos que te quisieras llevar para siempre. 

Y de golpe te percatas, de que no caben las veces que caminaste por la madrugada admirando la belleza de la ciudad, o las personas que conociste y que aunque sea por un par de minutos se convirtieron en parte de tu trayecto. No sabes dónde meter todas las veces que te dejó el bus y lo odiaste o en las que lo amaste porque hacía mucho calor y justo lo cogiste vacío y con aire. Y ese lindo dolor de los pies, que te quedó luego de caminar dos horas para confirmar que la ciudad se la puede recorrer andando. ¿Dónde metes todo eso? Las fiestas repentinas, las salidas con amanecidas, los encuentros multiculturales, los bares de turno. 
Y entre lágrimas gruesas, que se mezclan con la felicidad de volver a casa, poniéndote un poco romántica y en modo adolescente, te dices en voz baja que todas esas cosas te las llevas encima, te las guardas en el cuerpo, en la piel, en sus sensaciones. Y confías en ellas para activar la memoria y poder disfrutar de nuevo cada una de esas cosas que te hicieron tan feliz y que siempre lo harán.

Finalmente, luchando contra las libras y la nostalgia cierras las maletas.
Piensas en volver y vuelves, recordando, un poco aliviada, que siempre en sueños te puedes quedar.

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